En 1992 apareció en la colección Andamio, de los G.B.U., una breve 
publicación de 112 páginas, con el título de En el principio..., que 
aborda la cuestión de los orígenes. En realidad se trata de un compendio de dos 
obras diferentes: una de ellas, escrita por Charles Hummel en 1989, con el 
título de «El debate creación-evolución: Una aproximación crítica 
a sus aspectos fundamentales»; la otra es un trabajo de la American 
Scientific Affiliation, publicado originalmente en 1986, con el título «La enseñanza de la ciencia en un clima de controversia». 
      El enfoque de este material parece claramente dirigido al
mundo de la enseñanza. Los G.B.U. tienen una proyección
hacia este ámbito; los traductores son profesores de las
Universidades de Barcelona y Valencia; el artículo de Hummel
muestra un tono paternal, propio de un maestro que siente
preocupación por los conflictos internos de sus alumnos; y
finalmente, el opúsculo de la A.S.A. parece un compendio de
instrucciones pedagógicas para maestros (la «guía
del profesor»), al objeto de encauzar convenientemente las
polémicas sobre los orígenes dentro de las aulas.
      Cabe preguntarse qué aporta de nuevo esta obra a la literatura sobre los 
orígenes en lengua castellana, sobre todo después de leer el prólogo, que 
califica dicho material como una obra modélica, única en su género, sin 
escatimar elogios. A nosotros, la lectura de la misma nos produce la impresión 
de que su principal objetivo se dirige a desactivar la conflictividad que 
produce el debate sobre los orígenes, mostrando como la única postura válida una 
posición intermedia y conciliadora entre el creacionismo y el evolucionismo. Uno 
esperaría encontrar una exposición y defensa de los puntos de vista propios de 
sus autores, comparando sus posiciones con las de sus adversarios, pero, 
sorprendentemente, ello no es así. Todos los que han colaborado en esta obra 
rehuyen cuidadosamente, de forma sistemática, ofrecer cualquier definición que 
delimite sus posiciones, como si fuera un estigma soportar alguna etiqueta 
ideológica. Seguramente es más fácil atacar a los adversarios desde unas 
posiciones indefinidas que mostrar el perímetro de las líneas defensivas 
propias.
      Nosotros a esta postura la denominaríamos «evolucionismo 
teísta» o «teísmo evolucionista», según el énfasis que se 
adopte, pero cualquier apelativo será fácilmente rechazado al no haber sido 
propuesto por sus seguidores. Esta filosofía nos recuerda bastante el debate en 
la arena política de cualquier país democrático, donde todos los grupos rivales 
en liza se presentan públicamente como partidos «centristas» ante 
la opinión pública. Pero aún es más curioso que, a pesar del tono de moderación 
que se predica, todo el contenido de la obra rezuma una fuerte agresividad 
especialmente contra las posiciones creacionistas, llegando incluso a ciertas 
insinuaciones que causarían sorpresa en otras publicaciones seculares. Ni 
siquiera el ataque a las posiciones puras del debate, el creacionismo y el 
evolucionismo, que ellos consideran «extremas», puede calificarse 
de moderadamente equilibrado, pues aparece claramente sesgado contra la postura 
creacionista, que se contempla, sin disimulo, como una posición de fanatismo 
religioso radical, mientras que la otra postura se ve con ojos mucho más 
benévolos, a la luz de la respetabilidad científica. 
      Sin duda, una postura «centrista» y aparentemente moderada 
ganará fácilmente en cualquier debate las simpatías del público. Y 
probablemente, en este terreno crucial una posición conciliadora consiga el 
objetivo de evitar traumas y tensiones emocionales a los jóvenes estudiantes 
cristianos. Sin embargo, ¿es ésta verdaderamente una postura saludable desde el 
punto de vista espiritual? ¿Enseñan las Escrituras que los creyentes han de 
acomodarse a las directrices culturales del «cosmos» que nos rodea 
para evitar conflictos y persecuciones? ¿Estamos realmente sirviendo a la verdad 
de la Palabra de Dios, o sólo nos interesa salvar nuestra honorabilidad y 
nuestro «status social» en el ámbito académico?
      Los creacionistas son el «enemigo a batir» en esta
obra, y hacia ellos apunta la artillería pesada de esos
ocupantes de la gran «tierra de nadie» en la que
creación y evolución no se consideran como antagonistas
(pág. 49).
      Un rasgo que sobresale de esta animadversión contra el creacionismo es la 
total ausencia de citas textuales documentadas de ningún autor creacionista 
relevante, mientras que son muy numerosas las citas referenciadas de autores 
evolucionistas, a quienes se trata con el mayor respeto y consideración. A pesar 
de ello, se alude constantemente a supuestos comentarios o afirmaciones de 
fuentes creacionistas, que manejan libremente a su antojo, al tiempo que no se 
recatan en insinuar la baja catadura moral de los creacionistas, llegando a 
afirmar que son capaces de «fabricar ciencia» o «fabricar 
evidencia», cuando ello conviene a sus intereses. En la página 17 se 
afirma textualmente que «cuando su interpretación del Génesis no encaja 
con leyes científicas bien establecidas, los creacionistas, comprometidos con la 
idea de una tierra joven, se ven forzados a diseñar su propia "ciencia 
creacionista"». Igualmente, entre las páginas 57 a 65, se inserta un 
capítulo con el título «Corrigiendo errores pasados», en el que se 
equipara la consideración del célebre fraude de Piltdown con la evidencia 
creacionista del Río Paluxy (donde se han encontrado huellas fósiles de seres 
humanos entremezcladas con huellas de dinosaurios de diversas especies). La 
realidad es muy otra: el fraude de Piltdown consistió en una falsificación 
deliberada de un cráneo fosilizado, con el propósito consciente de inducir a 
engaño, para hacer creer que se había encontrado un eslabón fósil entre el 
hombre y sus supuestos antecesores simios (uno de los informes mejor 
documentados sobre este tema puede leerse en la obra de Malcom Bowden, Los 
hombres-simios ¿realidad o ficción?, Ed. CLIE, 1984, págs. 13-71). Los 
autores de la obra que estamos reseñando estiman que las huellas humanas del Río 
Paluxy merecen la misma consideración que el fraude de Piltdown, y consideran 
que la posición creacionista más actual ha desechado definitivamente todo el 
conjunto de dicha evidencia. Se reproduce, incluso, una huella de dinosaurio, 
con tres dedos puntiagudos afirmando que fue «considerada humana por 
algunos observadores durante cierto tiempo», sin mención alguna de la 
procedencia de dicha fotografía. Si el lector desea conocer la evidencia que 
presentan realmente los creacionistas sobre este tema, puede consultar el 
material publicado en Anegado en Agua, vol. I, Colección Creación y 
Ciencia, n(o) 13; Ed. CLIE, 1988, págs. 95-136, así como un Post Scriptum 
sobre el mismo tema en las págs. 19-22, y podrá sacar sus propias conclusiones 
acerca de la calidad y objetividad en la presentación del mismo conjunto de 
evidencia en ambas publicaciones.
      La crítica a la postura evolucionista adquiere un tono más moderado y amable, 
aunque no exenta de contradicciones. Hummel, al precisar el sentido del concepto 
evolución, distingue tres significados: microevolución (lo que los 
creacionistas denominarían variaciones dentro de los grupos creados 
originalmente); macroevolución, en el sentido que se enseña habitualmente 
en los libros de texto, de que todas las formas vivientes proceden, por 
derivación, de un origen común, surgido espontáneamente de la materia 
inorgánica; y un concepto filosófico denominado Evolucionismo,
que constituye el aspecto reprobable del sistema evolucionista, al
tratarse de «una pseudorreligión, un sistema de fe que
compite con el cristianismo para conseguir la adhesión de la
gente» (pág. 27). Esta dicotomía entre macroevolución y Evolucionismo nos parece un
poco artificial. Si la evolución está firmemente
establecida por la evidencia fósil y/o resulta claramente
observable en procesos adecuados de laboratorio, siendo discernibles
sus mecanismos impulsores, los evolucionistas estarían
perfectamente legitimados para extender su postura filosófica y
refutar las pretensiones del cristianismo. Pero si no es así,
todo el significado del concepto «macroevolución»
queda reducido a una postura de fe, aceptada como un axioma
indemostrable por sus numerosos seguidores. Y a pesar de su enorme
confianza en la ciencia moderna, el propio Hummel parece sugerir que la
«macroevolución» es justamente eso, una
«postura de fe». En sus propias palabras, «la
cantidad de tiempo y espacio que se requiere para que se produzca la
macroevolución excluye la posibilidad de reproducirla por
experimentos de laboratorio o incluso de observar el proceso completo
en la naturaleza. La evidencia se obtiene de diversas áreas
científicas, tales como la anatomía y fisiología
comparadas, la embriología, la bioquímica y el registro
fósil. Sobre la base de tales evidencias la mayoría de
científicos consideran a la macroevolución como científicamente plausible, 
aunque descansa mayormente en suposiciones y analogías» (pág. 26; 
énfasis nuestro). Observemos, de pasada, que no se menciona ni una sola 
evidencia probatoria específica en cualquiera de las áreas mencionadas, a pesar 
de las severas admoniciones vertidas contra quienes osan «decidir sobre 
la validez de la macroevolución empleando argumentos teológicos» (pág. 
28).
      El opúsculo de la A.S.A. es algo más explícito en su exploración de la 
evidencia. Veamos algunos ejemplos de sus principales conclusiones en las áreas 
examinadas: «Hoy en día la mejor evidencia científica de que se dispone 
apunta a un principio real, no sólo de la materia y la energía, sino también del 
tiempo y el espacio» (pág. 69). «La investigación 
científica sobre el origen de la vida se halla en fase de exploración y todas 
sus conclusiones son provisionales» (pág. 79). «En 
palabras de un veterano investigador, no existe simplemente ninguna evidencia de 
que una mezcla apropiada de moléculas "se autoordenara al azar y de ahí surgiera 
una célula viviente"» (pág. 85). «El registro fósil guarda 
un significativo silencio sobre lo que sucedió entre el mundo de los protozoos 
unicelulares y el de los primeros animales verdaderos» (pág. 89). «Decir que su dramática aparición al inicio del Fanerozoico es un 
ejemplo de evolución es simplemente dar un nombre al problema, pero no 
resolverlo. Hay una enorme "distancia morfológica" que separa a los 
protozoos de la fauna del cámbrico temprano, incluso del complejo 
ediacárico» (pág. 91). «Muchos biólogos confían en que la 
"síntesis neo-darwiniana" será a la larga capaz de explicar dichas divergencias 
a nivel de phylum mediante la acumulación de pequeños cambios graduales. Otros 
autores prefieren esperar a nuevos mecanismos porque la evidencia no parece 
encajar bien con un esquema darwiniano» (pág. 92). «Desde 
que Darwin publicó The Descent of Man (1871) se ha intentado encontrar 
evidencias sobre los homínidos más antiguos, pero ningún fósil de los hasta 
ahora descubiertos se reconoce unánimemente como representante del "eslabón 
perdido"» (pág. 98). «Globalmente, sin embargo, la escasez 
y dispersión de las especies fósiles constituyen un serio problema a la hora de 
trazar con claridad el árbol genealógico de nuestra especie» (pág. 99). «Aunque por desgracia es imposible por ahora ofrecer una visión 
clara y no complicada de la evolución de los homínidos, tenemos la firme 
esperanza de que descubrimientos futuros nos proporcionarán la evidencia 
necesaria para poder enfocar adecuadamente el tema» (pág. 101). Tales 
ejemplos son sólo botones de muestra que reflejan con fidelidad el tenor general 
de toda la crítica básica contra el punto de vista evolucionista (no sabemos si 
a esto Hummel lo llamaría «macroevolución» o «evolucionismo», pero mucho nos tememos que es «todo» lo que la creencia en la evolución puede dar de sí). 
En suma ¿qué evidencia positiva nos deja el conjunto de todo este examen que sea 
capaz de validar algún aspecto de lo que se considera como «macroevolución»? Tal evidencia parece brillar por su 
ausencia. ¿Por qué, entonces, los creacionistas hemos de sentirnos compelidos a 
adorar esta «pseudorreligión» anticristiana, en lugar de 
adorar al Dios que creó los cielos, la tierra, el mar, y todo lo que en ellos 
hay (Ap 10:6; 14:7)?
      Cabría preguntarse, finalmente, qué es lo que tiene de «evangélica» esta visión «equilibrada y 
clarificadora», desarrollada en esta obra «modélica entre 
las de su género». A nuestro modo de ver, no se establece ninguna 
conexión sólida con ninguna de las verdades fundamentales de la fe cristiana, si 
es que realmente se pretende hablar de una «perspectiva 
evangélica». Más bien se pueden observar comentarios inquietantes que 
dejan en entredicho aspectos esenciales de la fe evangélica. Hummel dice que «afirmar que la Biblia es "científicamente exacta" puede a la 
larga socavar su credibilidad. La próxima vez que oigamos una afirmación así 
podemos preguntarnos ¿de qué clase de ciencia se está hablando? ¿durante cuanto 
tiempo se aceptará como válida?» (pág. 17). Y también «el 
argumento de que la Biblia es "científicamente e históricamente" fiable es tan 
insustancial como pretender discutir si un cierto clima es favorable para 
cultivar "cocos y ovejas". Se trata de cosas distintas y es inútil tratar de 
discutirlas conjuntamente» (pág. 29). Parece una clara sugerencia de que 
la Biblia no es inerrante, al menos cuando sus declaraciones tienen que ver 
directamente con la cuestión de los Orígenes. Pero si la Biblia contiene 
errores, ya sean pocos o muchos, ¿cómo puede uno estar seguro de que su 
entendimiento de Cristo es correcto? Y si la inerrancia cae, otras doctrinas le 
seguirán en su caída.
      Si entendemos el concepto de inerrancia positivamente, en el
sentido de que «la Biblia dice la verdad. La verdad puede incluir
e incluye aproximaciones, citas libres, el lenguaje de las apariencias,
y narraciones diferentes del mismo evento, mientras que éstos no
se contradigan» (Charles C. Ryrie, Teología Básica, Ed. Unilit, 1993, pág. 93), no 
podemos aceptar las sugerencias de Hummel poniendo en entredicho la doctrina de 
la inerrancia bíblica. Notemos también la actitud de nuestro Señor hacia la 
Biblia: «(1) La forma en que las letras se emplean al escribirse las 
palabras es completamente fiable, y ni una sola promesa se cumplirá diferente de 
la que está escrita. (2) La única forma en que la Escritura puede perder su 
autoridad es si contiene errores, pero Cristo enseñó que la Escritura no puede 
ser quebrantada. Por lo tanto, Él tenía que haber creído que ella no contenía 
errores. (3) El Señor construyó argumentos complicados sobre palabras 
individuales y aun el tiempo de un verbo» (Ryrie, op. cit. pág. 
106).
      Otras afirmaciones no parecen conducir a conclusiones tan obvias, pero el 
silencio que guardan sobre consideraciones cruciales nos puede llevar a 
considerarlas como negligencias culpables en la defensa de la fe cristiana. Dice 
Hummel que «Génesis 1:1-2:4 es una de las más notables creaciones 
literarias jamás escritas» (pág. 25), y en un destacado párrafo sobre la 
interpretación de la Biblia afirma que «la cuestión no es contraponer lo 
literal a lo figurado sino más bien tratar en todo momento de discernir la 
intención del autor. Un criterio fundamental para la interpretación de un 
pasaje dado debería ser: ¿qué significó este mensaje para sus primeros oyentes o 
lectores? Es decir, el principio que debería regir nuestra interpretación es que 
lo que significaba entonces determina lo que significa hoy» 
(pág. 13; énfasis original). Estamos perfectamente de acuerdo en que todo el 
Génesis es una de las más notables creaciones literarias de todos los tiempos, 
pero hay algo aún más importante que esto: es también la Palabra de Dios, 
lo que ni tan sólo se insinúa en todo el trabajo de Hummel. Es importante tener 
en cuenta lo que significó un mensaje dado para sus primeros receptores, 
debiendo tratar de discernir siempre la intención del autor. Bien, ¿y cuál es 
entonces la intención que el autor divino trató de comunicar en Génesis 
1:1-2:4? Si reducimos cualquier fragmento del Génesis o de otro libro canónico 
simplemente a una hermosa creación literaria, estamos negando, aunque sea 
parcialmente, la doctrina de la inspiración divina de las Escrituras. El mismo 
Hummel, habiendo hecho referencia al milagro de la resurrección de Cristo 
observa que «la credibilidad de un milagro depende de testigos dignos de 
confianza que tuvieron oportunidad de observarlo» (pág. 31); y a eso 
desde luego no tenemos nada que objetar. ¿Podemos sugerir entonces que el Dios 
de la Creación, que nos dio su Palabra inspirada (2 Ti 3:16) usando escritores 
humanos impulsados y controlados por el Espíritu Santo (2 P 1:21), no es un 
testigo directo y confiable de los acontecimientos que Él mismo nos ha 
revelado?
      Hummel demuestra, a lo largo de su exposición, una destacada admiración por 
la figura de Galileo, a quien debe considerar como un paradigma del valor de la 
ciencia (y de paso cree matar dos pájaros de un tiro al insinuar que los 
creacionistas somos sus Inquisidores), y también cree haber demostrado que las 
visiones bíblicas y científicas de los orígenes son «perspectivas 
parciales y a la vez complementarias» (pág. 17).Su visión optimista de la 
ciencia nos parece desmesurada. Llega a decir, incluso, que «como 
criterio de aceptación universal para separar la falsedad de la verdad, la 
ciencia no posee rival» (pág. 14). Simplemente recordaremos que sólo hay 
una verdad. El Señor Jesucristo afirmó ser la verdad, y no podemos aceptar esta 
declaración y a la vez colocar «otra verdad» por encima de Él. La 
verdad de la ciencia es sólo una descripción parcial y provisional de las 
realidades perceptibles por los sentidos, y nada tiene que decirnos acerca de 
Dios o del mundo sobrenatural. La conclusión final de Hummel, después de narrar 
las vicisitudes de un estudiante imaginario, es que «no era preciso, por 
tanto, escoger entre creación y ciencia. Podía tener plena confianza en los 
relatos del Génesis sobre la creación y a la vez aceptar la teoría de la 
evolución en la medida que venga apoyada por la evidencia» (pág. 33). ¿Es 
indiferente adoptar, sin más, ambas posturas? ¿Debemos conocer a Dios a través 
de la Biblia, o de la reinterpretación que nos hacen de Él los científicos 
neo-darwinianos? ¿Podemos atribuir a Dios la responsabilidad de utilizar métodos 
evolucionistas y seguir creyendo en la totalidad de las perfecciones de Su 
naturaleza esencial?
      Nuestros amigos de la A.S.A. nos dicen que somos demasiado radicales, que 
sólo vemos la realidad de las cosas en blanco y negro, y que esto no es bueno 
porque existe una gran variedad de tonos grises. «Los defensores de 
posiciones extremas suelen plantear la cuestión como blanco o negro, una cosa u 
otra. Lo que algunos consideran como un enfrentamiento entre la ciencia 
verdadera y una peligrosa seudociencia, es visto por otros como la defensa de la 
verdadera religión contra la creencia blasfema en una "evolución impía" o en el 
"puro azar". Pero entre estos dos extremos existe una gran zona intermedia en la 
que una verdadera ciencia puede coexistir con una verdadera fe en Dios... Los 
proponentes de ambos bandos podrían al menos estar de acuerdo en un punto 
(generalmente correcto): es más fácil defender una posición en general que 
tenerla que argumentar detalladamente. Se podría también decir que los 
extremistas que disienten en todo prácticamente están de acuerdo por lo menos en 
un punto (generalmente incorrecto): ambos mantienen que no hay posturas 
intermedias» (pags. 52-53).
      Bien, ya sabemos que somos tozudos en muchas cuestiones, y que no damos 
fácilmente el brazo a torcer en cualquier tema, pero somos perfectamente capaces 
de distinguir una amplia gama de colores y tonalidades en infinidad de asuntos. 
¿Quién no será capaz de sentir una intensa emoción al contemplar, por ejemplo, 
la indescriptible belleza de colores que adornan «El Despertar de La 
Primavera», de Botticelli? Pero puede muy bien suceder que los criterios 
que son aparentemente correctos desde un punto de vista humano resulten 
absolutamente incorrectos desde el punto de vista de Dios. En efecto, no podemos 
hablar de conceptos como la «santidad de Dios» o la «culpabilidad del hombre» en términos de tonos grises o 
zonas intermedias (aunque muchos parecen hacerlo). Y sería absurdo, como 
evangélicos, predicar que Dios ha obrado el 70% de nuestra salvación y que 
nosotros nos hemos de ganar el 30% restante. Tal vez resulte más absurdo, a la 
luz de toda la Revelación bíblica, proponer que Dios es responsable del 70% de 
la obra de la creación y que el 30% restante es fruto del puro azar. O que Él 
empleó la Selección Natural y la muerte como medios para alcanzar Sus fines en 
creación, en contradicción expresa a la Escritura, según la cual la muerte entró 
en el kosmos por el pecado del hombre. Y los nuevos cielos y la nueva 
tierra que Dios nos ha prometido ¿serán también el resultado de un azar 
indeterminado e incontrolable? ¿Habrá un porcentaje de creyentes que no va a 
resucitar en la Segunda Venida de Jesucristo debido a los infortunados 
mecanismos de la selección natural? ¿O son esos pasajes sólo hermosas creaciones 
literarias que no nos dan un verdadero contenido ni base para una verdadera 
esperanza? Hay cuestiones en las que un verdadero cristiano evangélico tiene que 
ser radical (y ello no es sinónimo de «fanático 
religioso»). Si contemplamos la bendita persona del Señor Jesucristo, nos 
daremos cuenta de que Él fue el mayor radical de todos los tiempos en todas las 
cuestiones de controversia que se le plantearon durante Su ministerio humano. 
Ojalá nosotros pudiéramos parecernos a Él en este aspecto de Su carácter.
      
      
      * Ediciones Andamio/Editorial CLIE, 1992.
      
      
      
      
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