La
metodología con la que nos aproximamos al conocimiento de lo que
nos envuelve acepta la Revelación como base y marco. Esta
metodología no busca «demostrar» por medio de la
ciencia que la Biblia sea cierta. No entra en el campo de la ciencia
tocar la existencia ni realidad de Dios, de la Revelación, ni de
los orígenes. En palabras de Darby: 
      
«La ciencia no puede ir más allá de los fenómenos, y 
consiste en la generalización de los mismos bajo una ley uniforme. Pero, antes 
del curso que siguen las cosas existentes, tienen que existir las cosas que 
siguen este curso, aunque este curso pueda haber comenzado con su existencia; e 
indudablemente fue así. Pero sólo este curso de las cosas es el tema de la 
ciencia, su principio general como ley fija. La existencia, y probablemente la 
ley que sigue, están ahí antes que puedan comenzar las investigaciones de la 
ciencia, ... La ciencia se ocupa de fenómenos, y sólo de fenómenos, y de 
descubrir los hechos y las leyes que los gobiernan; pero todo lo que hace es 
investigar la operación actual uniforme, allá donde existe, de aquello que 
existe antes que surja la indagación. 
...
La ciencia puede descubrir las leyes de lo que existe, pero allá tiene que 
detenerse: no tiene leyes para su existencia. ...
Esto es, la ciencia debe detenerse en aquello que le pertenece, en el curso y 
orden del kosmos, o universo ordenado, y por su misma naturaleza no puede 
ir más allá de ello. Sé que ha de haber una causa primordial o primitiva para 
todo lo existente; porque todo en su esfera es el efecto de una causa, y afirma 
que debe serlo. Si es así, la existencia material misma debe ser efecto de una 
causa, y las leyes fijas también. En cuanto a qué y cómo es esta causa 
primordial (que es incausada, o no sería primordial), no puede decir nada la 
ciencia. Naturalmente que no; y no se le debe reprochar por esto. Pertenece a la 
misma naturaleza de las cosas. Pero la ignorancia no es una base sobre la que 
hacer declaraciones -debería más bien decir que no es una base válida, porque a 
la ignorancia le encanta hacer declaraciones. Esto es, la ciencia me asegura, en 
base de lo que conoce, que ha de haber una causa primordial de aquello sobre lo 
que investiga; pero es, necesariamente, totalmente ignorante de esta causa -no 
la puede concebir; no se encuentra en su esfera de conocimiento. ...».1
      Sabemos que Dios se ha revelado, y lo sabemos por evidencias y criterios 
independientes y distintos del método científico. Dios ha hablado y se ha 
manifestado a lo largo de la historia, y finalmente se ha revelado a Sí mismo en 
Cristo. Él nos da la explicación del origen y destino del hombre, de la entrada 
y causa del pecado, y el porqué de la muerte y de los males que han caído sobre 
la humanidad. Él ha obrado la redención. Él nos ha dado a conocer la verdad 
sobre Él mismo y sobre nosotros, sobre el origen de todas las cosas, y su 
consumación. Así, la aceptación de la Revelación no tiene lugar por 
investigación humana ni siguiendo metodologías humanas; es la respuesta del 
corazón del hombre que se arrepiente y se vuelve al Dios revelado. Y la 
Revelación constituye a partir de entonces el marco de referencia desde el que 
contempla toda la realidad que le envuelve, (a) como realidad creada por Dios, 
(b) como realidad caída por causa del pecado del hombre, (c) como realidad en el 
seno de la cual ha entrado Dios en Cristo para obrar la redención, (d) como 
realidad que tiene un destino final designado por Dios.
      Por consiguiente acepta como marco interpretativo 
normativo la historia que se desarrolla desde Génesis hasta Apocalipsis. Al 
observar la realidad que existe a su alrededor, sabe que las evidencias de 
belleza y designio se deben al Dios que nos ha hablado y nos ha revelado que Él 
es el Creador. Al observar el mal, la corrupción y la muerte que le envuelven, 
sabe que se deben, como Dios se lo ha dicho, a la entrada del pecado en el mundo 
por acción del hombre. En palabras de Tertuliano: «Nosotros, que 
conocemos el verdadero origen del hombre, sabemos que la muerte no procede de la 
naturaleza, sino del pecado.»2 Al observar las enormes y 
cataclísmicas capas sedimentarias y volcánicas que forman la corteza de la 
tierra, nuestra mente es llevada a los grandes cataclismos del diluvio (Gn 6-8) 
y de la división de la tierra en tiempos de Peleg (Gn 10). Y en todo momento 
podemos desentrañar las falacias de aquellos sistemas de interpretación de la 
realidad edificados sobre la premisa de la autonomía del hombre y de la negación 
a priori de Dios y de Su acción en la Historia, en Creación, Providencia 
y Juicio.
      
      
      
      
      En el debate Creación/Evolución suelen alegar los evolucionistas que el 
argumento creacionista se basa en presentar puntos en los todavía no se 
ha podido descubrir la realidad científica, y que el avance de los conocimientos 
ha ido reduciendo cada vez el terreno otorgado a Dios. Sostienen ellos que la 
atribución a Dios de ninguna acción es fruto de la ignorancia. Pero no es así. 
El argumento creacionista ha ido fortaleciéndose con la acumulación de 
conocimientos. En el siglo pasado se sabía algo acerca de los principios 
de la conducta de la materia, de los sistemas químicos, etc. Ahora sabemos, por 
medio del estudio de las propiedades fisicoquímicas de los sistemas químicos, 
cómo funcionan estos sistemas. Y lo que sabemos es que 
impiden el origen de la vida al azar. Dar más tiempo significaría 
sencillamente más oportunidad para alcanzar el equilibrio si es que para 
empezar este equilibrio no existía. Un equilibrio que es la muerte
      No podemos pretender ignorancia delante de esto. El origen de la vida tiene 
su origen no por azar. La única forma de llegar a la vida con su 
inherente improbabilidad (imposibilidad a nivel supercósmico) es reducir la 
improbabilidad por medio de un direccionamiento de los procesos, de una 
aplicación de una dirección inteligente.
      De una manera muy limitada, es así como actúan los científicos para emprender 
la síntesis de proteínas, enzimas, etc. Y, sin límites de ningún tipo, por el 
poder de Su Palabra, Dios creó los sistemas vivos en el principio, con todos sus 
mecanismos cuidadosamente equilibrados, retroalimentados, intricadamente 
concatenados, y perfectamente funcionales.
      Uno de los argumentos que se presentan en contra de la explicación que nos da 
la revelación del origen del Universo, de la vida y del hombre es que su 
aceptación daría fin a toda la empresa de investigación acerca de estas 
cuestiones y detendría la actividad de la Ciencia. Naturalmente, es cierto que 
pondría fin a todos los estudios especulativos acerca de los orígenes del 
cosmos en general: o sea, a la cosmogonía. Pero esto no es cierto respecto a la 
investigación de la estructura, funcionamiento e interrelaciones del 
cosmos: o sea, la cosmología. Este seguiría siendo un campo legítimo de estudio; 
y no solo legítimo, sino además ordenado por el «mandato cultural» 
de Dios al hombre en Génesis 1:28. Así, el argumento que se esgrime desde el 
Establecimiento Científico es que de entrada el hombre no puede, no debe, 
aceptar nada que coarte la búsqueda autónoma del conocimiento, no sólo de la 
operación del mundo que le rodea, sino también de sus orígenes. Ya 
de principio, metodológicamente, se rechaza de plano una revelación de 
los orígenes. Y ello con independencia de que la revelación sea cierta o no. Es 
el concepto mismo de revelación lo que se considera inaceptable. 
      
      
      
      Mediante el desarrollo de sus estudios y actividades y mediante la aplicación 
de los conocimientos atesorados acerca de la operación de los sistemas del mundo 
que le rodea, el hombre ha podido aplicar muchos de estos conocimientos a su 
manipulación en el proceso productivo, agrícola e industrial. El resultado, 
durante el siglo xx, y con independencia de las actividades destructoras como 
guerras, matanzas, exterminios, etc., ha sido ambivalente. Al lado de innegables 
beneficios materiales debidos a la empresa científica y técnica, se ha dado 
también una degradación en muchos aspectos. La contaminación del medio, por los 
residuos industriales y energéticos, el envenenamiento debido a pesticidas, todo 
ello y mucho más, muestra un aspecto desolador. Y las muchas conferencias y 
simposios no parecen hallar la respuesta a ello. A la luz de lo anterior, no 
deja de ser irónico lo que sigue:
      
El Pabellón de las Naciones Unidas en la Expo de 1986 en 
Vancouver ... presentaba los problemas de la amenaza de colapso ecológico y de 
guerra nuclear, y luego se lamentaba en las palabras del difunto Buckminster 
Fuller que «la nave espacial Tierra» no había sido entregada con 
un «manual del operador». Este manual lo provee el diseñador y 
fabricante de un producto para servir de ayuda en el uso apropiado de este 
producto para el propósito con que ha sido hecho. Esto es precisamente lo que la 
Biblia afirma ser de manera singular, y los que niegan la existencia del Creador 
tendrán que lamentar siempre la ausencia de un manual de instrucciones del 
fabricante.3
      Este apuro en que se encuentra el hombre no se debe a negligencia alguna del 
Fabricante, ni a su inexistencia, que es lo que se implica en la postura de las 
Naciones Unidas. Se podría comparar al apuro en que se pudiese encontrar el 
comprador de un ordenador compatible que al recibir las cajas desdeña los 
manuales como indignos de su gran inteligencia y los echa a la basura porque 
quiere investigar por sí mismo el funcionamiento del ordenador y de los 
programas incluidos con el mismo. Empieza a ensayar y a manipularlo, lo deja 
averiado con sus chapuceos, ¡y luego quiere excusar sus fallos acusando 
falsamente a la compañía de no haberle dado la ayuda necesaria!
      No, no se puede pretender una orgullosa independencia y luego lamentarse de 
los frutos de esta orgullosa independencia. El gran problema del hombre no es 
científico, ni técnico. Es moral. La contaminación no está sólo en los mares, 
lagos y en los bosques casi destruidos por la lluvia ácida. La contaminación 
surge del corazón humano sublevado contra su Creador. La contaminación se 
extiende como una mancha por toda la sociedad mediante el reinado de la mentira. 
Un reinado de la mentira que impregna todos los ámbitos, desde la ciencia hasta 
la política, y que hizo decir al distinguido Director de la revista 
Tribuna, en un profético editorial titulado «La mentira está 
barata»: 
      
Quizá el fin del mundo consista en que todos nos pongamos a 
decir la verdad. O, por no trepar a tan alta metafísica, que todos nos 
conjuremos para no decir mentiras. Pero nadie desea el fin del mundo.4 
      «Nadie desea el fin del mundo.» Esta es una declaración 
solemne. ¿Quién no desea el fin de este mundo de engaño mutuo en todas las áreas 
de la vida, de espaldas a Dios y a la realidad, de corrupción y contaminación 
moral, vital y física, de enfermedad y muerte? Los que no desean el fin de este 
mundo son los que aman y hacen la mentira.
      ¿Qué
dice el menospreciado «Manual del operador» del planeta
Tierra acerca de todo esto? Dice la Biblia que «la
creación fue sometida a vanidad, no por su propia voluntad, sino
a causa de aquel que la sometió, en la esperanza de que la
creación misma será también liberada de la
esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los
hijos de Dios» (Romanos 8:21-22). Anuncia un juicio de Dios,
«el tiempo de juzgar ... y de destruir a los que destruyen la
tierra» (Apocalipsis 11:18), y la creación de cielos
nuevos y de tierra nueva, de donde quedará excluido «todo
aquel que ama y hace mentira» (Apocalipsis 22:15). Anuncia
también un camino de esperanza totalmente abierto a todos:
      
Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para 
que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 
3:16).
      Esto puede parecer infantil. Sí, ya lo dijo Jesucristo: «De cierto os 
digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en 
él» (Marcos 10:15). Y es que
      
En el mundo académico e intelectual moderno
Aquello que 
es impensable y censurado
no lo es por irrazonable,
sino por 
indeseado.
Y Aquello que es Impensable
—la Realidad de Dios como 
Creador,
la Inexorabilidad de Dios como final Juez,
El Amor de Dios que al 
arrepentimiento llama
y que en Jesucristo al arrepentido la Salvación 
ofrece-,
es la verdad —no deseada, odiada y escarnecida—:
Pero es la 
Verdad.
      
      
      
      
      «Quizá el fin del mundo 
consista en que todos nos pongamos a decir la verdad. O, por no trepar a tan 
alta metafísica, que todos nos conjuremos para no decir mentiras. Pero nadie 
desea el fin del mundo.»
      
      
      [Conclusión de un editorial de Tribuna, 7 de 
febrero de 1994.]
      
Notas
      1 Darby, J. N., «Science and Scripture», en 
The Collected Writings of J. N. Darby, Vol. 31, págs. 139-141. Volver al texto
      2 De anima, 52. Volver al texto
      3 Hunt, Dave. Más allá de la Seducción (Publicaciones 
Portavoz, Grand Rapids 1994), cap. 5. Volver al texto
      4 «Editorial», Tribuna, 7 de febrero, 
1994, pág. 5. Volver al texto
      
      
      
      
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